Los pueblos suelen ser muy tolerantes. Soportan tiranías, se levantan de las crisis, sobrellevan abusos, capotean tempestades. Pero lo único intolerable, inadmisible, es el hambre.
Y por una razón u otra, en este 2012, México está padeciendo una histórica carestía alimentaria que podría provocar consecuencias insospechadas a fines de año.
El precio de los productos básicos –maíz, frijol, huevo– está por las nubes. Y el salario, casi inmóvil, cada día alcanza para comprar menos, mucho menos.
Las explicaciones sobran. Y todas son muy convincentes. Técnicamente impecables, pero humanamente indefendibles.
La más simple es que Estados Unidos, el granero del mundo, está viviendo la peor sequía en 70 años. No hay producción suficiente de granos y, en consecuencia, los precios internacionales se disparan.
Le ecuación empeora con una oferta estadounidense de granos cada vez más limitada y una demanda de las nacientes clases medias orientales cada vez más desenfrenada.
Y si consideramos que el maíz y el sorgo son dos cultivos de los que depende la producción de huevo, pollo, carne y aceites, la consecuencia natural es una elevada carestía.
El cuestionamiento de fondo es: ¿por qué, teniendo abundancia de tierras fértiles y contando con el agua de tantas cuencas, no alcanzamos una autosuficiencia alimentaria básica?
¿Por qué en el primer semestre de 2006 importamos 339 millones de dólares de maíz y ahora, en el mismo periodo de 2012, alcanzamos mil 931 millones de dólares, seis veces más?
¿Por qué seguimos dándole la vuelta a los cultivos transgénicos cuando, al final del día, lo que importamos de Estados Unidos o de Sudáfrica son semillas genéticamente modificadas? ¿Importar sí, producir aquí, no?
¿En qué momento, después de la firma del TLC, se nos salió de control la importación de productos agrícolas, que al irse liberando gradualmente, acabamos presos de una mayor dependencia alimentaria?
¿Fue adecuada la negociación de la apertura agrícola o estamos pagando el precio de una mala negociación?
¿A quiénes beneficiaron los apoyos de Procampo, los créditos de Financiera Rural y tantos otros programas agrícolas?
Se pueden dar sesudas explicaciones. Pero en la realidad, lo que importa es que el salario mínimo de hoy compra muchísimo menos que hace seis años.
La mitad de los huevos, menos de la mitad de frijoles y 40 por ciento menos tortillas que en 2006.
Y esas estadísticas no son negociables, ni pueden ser maquilladas con doctas explicaciones. Son cifras que calan hondo, en la boca del estómago de millones de mexicanos.
Podremos estar nadando en corrupción, apanicados por la inseguridad, indignados por el manejo electoral, alarmados por los rechazados en las universidades o azorados por la creciente impunidad. Todo eso es políticamente manejable.
Lo que es insostenible es que cada día son más los mexicanos que extienden la mano por una tortilla, un trozo de pan o un huevo con frijoles, y no les alcanza.
Y al que lo dude, que voltee a ver el papel que jugó el hambre en las grandes revoluciones en todo el mundo, comenzando por la francesa.
Por supuesto que no faltarán las modernas María Antonietas que desde sus tronos burocráticos digan que a falta de pan, el pueblo coma pasteles.
Por desgracia, el pan –incluidos los pasteles– dejó de ser una opción barata y una esperanza política en México.
(Photo by Bonni Alexandra Pacheco)
El periodista Ramon Alberto Garza es director general y fundador de Reporte Indigo. Lo pueden seguir en Twitter @indigonewsman